Si viviera, puedo imaginar cómo hubiera aparecido por mi casa, con
la hoja del periódico en la mano, alarmándome. «¡A ver si ahora dicen también
que son inventos míos las luces redondas y de fuego que vi la noche aquella
alrededor de la torre de la iglesia!». Hubiera venido con la información como
quien encuentra la prueba de un misterio que sólo él conoce. Esto de que algunos
científicos hayan exigido a la ONU que adopte medidas que nos puedan defender de
un posible ataque extraterrestre, a mi amigo le hubiese dado ya el último toque
para que rematara su exagerada imaginación, su fantasía más allá del
conocimiento diario de la gente corriente. Si fue capaz, sin haber visto nada
—estoy convencido de que jamás viste nada, Ignacio—, de organizar jornadas de
paseos veraniegos a los descampados y a los cerros desde los que se divisa la
cama del sol, ¿qué no hubiera hecho, Dios mío, de haber leído esta noticia uno
de aquellos días en los que salía al campo convencido de que echaría un cigarro
con un marciano?
El más allá era su obsesión, el misterio del celeste vacío, la otra
orilla de la vida. Por eso, cuando hablábamos, se inventaba que le habían dicho
que los extraterrestres, en no sé qué país, habían abducido a un paisano de
sesenta años —su sueño era vivir sin envejecer— y lo habían devuelto a la Tierra
con cuarenta años menos, que quienes lo vieron, compararon su imagen con una
fotografía de cuando tenía veinte años, y era idéntico: «Dicen que lo
devolvieron a la Tierra con la misma ropa que tenía en sus veinte años». Decía
esto y soltaba una carcajada que sólo entendíamos los íntimos. Y añadía para los
ajenos: «Es que si a mí me abdujeran, me pasaría lo mismo, porque yo creo que
esta ropa que llevo es la misma que tenía con veinte años». Bien ganada fama de
poco visitador de roperos de lujo y de espacios con loza y grifería. Habría que
haberlo visto. Lo imagino, tras este ruego de los científicos, corriendo de casa
en casa haciendo campaña apocalíptica y convidando a rezar y a organizar rezos
de rosarios para que nos salváramos. Sé lo que haría, lo que diría, lo que
urdiría, lo que inventaría, con tal de convertir las noches —como hizo siempre—
en el mágico relato de un portento de la narrativa de mesa camilla y poyete. Me
encantaría que viviera, entre otras cosas, porque estoy seguro de que los
extraterrestres, si atacaran, lo salvarían a él y a sus discípulos, entre los
que yo estaba. En cierta medida, él era un extraterrestre. Un bendito
extraterrestre que habitaba la galaxia de su fantasía.
barbeito@abc.es